¿CÓMO se puede explicar el hecho que la generación que presenció los milagros del Exodo y alcanzó la comunión con Dios en la revelación del Monte Sinay, cayera luego en los abismos de la idolatría pagana y adorara un becerro? Esta pregunta, formulada de diversos modos, fue planteada por nuestros maestros a traves de las edades. Veamos un midrash al versículo 3 de Tehilim 3:
“Muchos dicen de mí: No hay para él salvación en Dios.” Los Maestros interpretaron este versículo diciendo que se refiere a los idólatras. ¿Porqué los denomina “muchos”? Porque está escrito en Yeshaya (17, 2): “¡Ah! El tumulto de muchos pueblos.” “Muchos dicen de mí” – dicen de Israel: Una nación que escuchó a Dios decir: ‘No tendrás otros Dioses delante de Mí’, y que al cabo de cuarenta días dijo del becerro:‘Estos son tus dioses, oh Israel’ ¿tiene acaso salvación? ¡No! “No hay salvación para él en Dios.”
Muchos fueron los que intentaron explicar esta decadencia. Citaremos ahora a Rabí Yehudá Haleví, que trató de responder a la pregunta que pone en boca del Rey de los Kazares, dirigida al representante de la fe judía; ¿Cómo puede conciliarse la grandeza moral del pueblo judío con el pecado del becerro de oro? He aquí la respuesta (1, 97):
Todas las naciones, en aquellos tiempos, adoraban imágenes; incluso los filósofos que demostraban la existencia y la unidad de Dios, no prescindían de imágenes, a las que dirigían su adoración; y decían a la plebe que estas imágenes poseían cierta divinidad tal como nosotros hacemos hoy en día con respecto a nuestros lugares sagrados y nos bendecimos con ellos, con su polvo y con sus piedras … pero la masa sólo estaba de acuerdo en adorar una forma sensible, a la cual se puede dirigir.
Los hijos de Israel estaban esperando lo que Moshé les había prometido: Traerles algo de Dios, que habían de ver y recibir, así como recibían el pilar de la nube y el pilar del fuego, al que miraban, y lo recibían y lo reverenciaban y delante del mismo se inclinaban ante Dios. Y sucedió cuando hubo escuchado el pueblo el Decálogo y Moshé hubo subido al Monte para traerle las tablas escritas y luego hacer el Arca para ellas, para que tuviese cosa visible ante la cual cumpliese su devoción y estuviese en ella el pacto de Dios, a saber, las Tablas, quedó el pueblo esperando – en el mismo estado en que estaba, sin mudar de forma, sus afeites y sus vestidos con los cuales estuvieron el día del acto del Monte Sinay – que descendiese Moshé, el cual tardó cuarenta días sin llevar ninguna vianda, habiéndoles dejado con la creencia que volvería en el día predeterminado. Entonces se afirmó en mal pensamiento en parte del pueblo, y empezó el pueblo a dividirse en partidos, siendo numerosos los consejos y los pensamientos, hasta que gente de entre ellos se vieron en la necesidad de reclamar un objeto sensible para culto, al cual dirigir su intención, como las demás naciones, pero sin negar por ello a Dios que los sacó de Egipto – que esté emplazado delante de ellos, para dirigirse a él cuando relaten las maravillas de Dios … como nosotros hacemos con el cielo. No incurrieron en el pecado de la idolatría – según R. Y. Haleví – solo quisieron concretizar la idea de la divinidad. La última comparación es especialmente constructiva. También los hombres que “afirman debidamente la unicidad del Creador” (Rambam) y que fueron educados en el principio que El “no es un cuerpo, ni le son aplicables conceptos relativos a la materia”, describen a la Divinidad con conceptos humanos, atribuyéndole la palabra, trono en el cielo y dirigen sus oraciones al cielo. Vemos entonces que la necesidad de concretizar no desaparece con el advenimiento de ideas espirituales puras. R. Yehudá Haleví sigue con su apología de nuestros antepasados:
Su pecado fue el hacer figuras que les estaban prohibidas y atribuir divinidad a la obra de sus manos sin que hubieran recibido mandato de Dios. Podemos alegar en su excusa la falta de unanimidad que precedió al delito y el hecho que el número que lo adoraron no llegó a tres mil varones de los seiscientos mil que eran; la excusa de los grandes consistió en que deseaban que se distinguiese al rebelde del creyente, para dar muerte al rebelde que lo adorase. Les fue imputado por pecado, porque convirtieron la rebelión potencial e inconciente en real y efectiva.
Rabí Y. Haleví aborda aquí un problema arduo: la conducta de Aharón, a quien refiere cuando habla de los “grandes”, que según su opinión se rindió a las exigencias de la plebe y consintió en fundir el becerro a fin de poder distinguir quien sirve a Dios, de aquel cuyo corazón lo arrastra y lo aleja de los mandamientos de Dios, y pueda castigarlos y purificar la comunidad. Pero, Haleví no aprueba esta conducta, y sigue diciendo que Aharón fue castigado por su acto.
Aquel delito no consistió en el abandono del culto a Quien los sacó de Egipto, sino en la transgresión de alguno de Sus preceptos, pues El, bendito Sea, previno no hacer imágenes, mas ellos hicieron imágenes. No esperaron a Moshé y determinaron por si mismos el modo del culto, e hicieron un altar y ofrendaron sacrificios actos todos que no les habían sido ordenados. Su conducta puede ser comparada con la del tonto de la parábola que hicimos mensión (en el parrafo 79: que entró en la botica de un médico, famoso por lo acertado de sus recetas; estando el médico ausente comenzó a administrar lo que había en los recipientes a los enfermos que acudían a requerir remedio a sus males, no conociendo su uso, ni sabiendo cuanto administrar a cada uno, mató a muchos hombres con los medicamentos que en manos del médico habrían sido útiles.)
No fue la intención del pueblo abandonar el culto de Dios, por el contrario, pensaban que lo procuraban, motivo por el que se dirigieron a Aharón para descubrirle su pensamiento … El pecado nos parece muy grave, porque la mayor parte de las naciones no son iconolatras en nuestra época; pero, en aquel tiempo era tenido por cosa leve, porque todas las naciones hacían figuras para adorarlas. Si fuera su pecado hacer por su arbitrio una casa en la cual rendir culto, no nos parecería delito grave, porque se acostumbra hoy levantar casas y nos bendecimos en ellas, e incluso llegamos a decir que la divinidad asiste en ellas y si no fuera por la necesidad de mantener unida a nuestra comunidad en el exilio, habría sido esta conducta prohibida, tal como lo fue en el tiempo de los Reyes, cuando se reprobaba a los hombres que construían casas para culto que llamaban “altares”, y que los Reyes píos las derruían a fin que honrasen sólo a la casa que Dios escogió … Y no eran en aquellos días cosa prohibida las figuras, pues vemos que los querubines fueron hechos por mandato divino. A pesar de ello fueron castigados en el mismo día los hombres que adoraron al becerro y los mataron, siendo el número de todos ellos tres mil varones, de los seiscientos mil. El maná no dejó de descender para su sustento, ni el pilar de fuego dejó de guiarlos, y el espíritu profético persistió en su medio. Lo único de lo que se vieron privados fueron de las dos Tablas, que Moshé quebró y suplicó luego por su restauración, y les fueron restauradas, y les fue perdonado aquel delito.
En otros atérminos, Haleví sostiene que la legitimidad de los querubines y la ilegitimidad del becerro de oro se derivan exclusivamente del mandato del Señor. Según R. Y. Haleví, la imagen del becerro estaba prohibida porque fue hecha sin mandato divino, los querubines, en cambio, eran permitidos proque sí medió tal mandato. El principio es que el hombre no debe darse sus propias leyes arbitrariamente, ni crear su propio ritual. Esto debe ser determinado estrictamente en armonía con la voluntad divina. (Instructiva en sumo grado es la parábola de los medicamentos que curan sólo si son usadas según la fórmula e indicación prescrita por el médico.)
¿Puede afirmarse acaso, conforme a la impresión que se recibe del relato de la Torá, que estos hombres no idolatraron al becerro y no se rebelaron contra Dios? ¿Acaso no enseña el capítulo en general, y expresiones tales como “y después se levantaron a juguetear” (32, 6) y “vió el becerro y las danzas” (ibid. 19), en particular, que adoraron el becerro con las mismas prácticas idolátricas que sus vecinos? La suposición que el pueblo que había alcanzado la comunión con dios no era capaz de descender a las profundidades de la depravación no tiene fundamento. Si recordamos lo relatado en Reyes I, Cap. 18, donde es descripto el duelo de Eliyahu con los falsos profetas, en el Monte Carmel, veremos que tiene cierto paralelo con el relato del becerro de oro de nuestra sidrá. Los israelitas que vieron descender al fuego del cielo en respuesta a la oración del profeta y que proclamaron fervientemente “El Señor es Dios” – declaración que el pueblo judío hace en el momento más solemne del año, al finalizar Yom Kipur; estos mismos hombres repudiaron su mensaje al día siguiente, persiguieron a los verdaderos profetas, destrozaron Sus altares y volvieron a su antigüa práctica idolátrica. Eliyahu, hasta ayer el vencedor, se ve obligado a huir al monte Sinay para salvar su vida. Los milagros, por más que asombren o que estremezcan al hombre, no pueden cambiar su naturaleza, sólo pueden sacudirla momentáneamente y sacar al hombre, pasajeramente, de sus concepciones diarias, pero no pueden efectuar una transformación permanente. Maimónides explicó en su Guía de los Descarriados la imposibilidad del cambio súbito, la necesidad del cambio gradual. Utiliza esta idea para explicar el motivo por el que los hijos de Israel peregrinaron durante cuarenta años por el desierto, antes que fueran aptos para entrar en la Tierra Prometida; leemos en la 3a parte, cap. 32:
No está en la naturaleza del hombre que después de haber sido educado en un trabajo servil, como el de la greda, y el de los ladrillos, etc., vaya súbitamente a lavar la suciedad de sus manos y a combatir de pronto con los gigantes de Kenaan (ver Bamidbar 13, 28): Por una parte, entonces, Dios fue previsor al hacer errar a esos hombres en el desierto hasta que se hubiesen vuelto valerosos, pues se sabe que la vida del desierto y las privaciones del cuerpo producen el coraje, y que lo contrario engendra la laxitud; lo hizo además, para que nacieran hombres que no se hubieran habituado a la bajeza y a la servidumbre.
Por lo tanto no nos asombremos que la generación que escuchó la voz de Dios y que recibió el mandato de: “No tendrás otros dioses delante de Mí”, al cabo de cuarenta días fabricó el becerro de oro y danzó en su derredor. Una sola experiencia religiosa, por más profunda que haya sido, fue incapaz de convertir al pueblo de idólatra en monoteísta. Sólo la vida bajo disciplina permanente de los preceptos de la Torá podía lograr tal cambio. El carácter universal de los mandamientos de la Torá, que regulan las relaciones del individuo consigo mismo, con su familia y con la sociedad, constituyen la única garantía contra todo retroceso moral.
Para que podamos comprender más aún la trascendencia de este mandamiento que fue transgredido por nuestros antepasados, veamos el comentario de R. Yitzjak Arama:
La intención de este mandamiento – el segundo – es la de prevenirnos de adorar nada fuera de Dios, y hacernos saber una gran novedad y otorgarnos una libertad maravillosa. Pues siendo El nuestro Dios, cercano a nosotros, Todopoderoso, tal como nos enseña el primer mandamiento, ¿qué necesidad tenemos entonces de adorar algo fuera de El, o de esclavizarnos a algun ser, celestial o terrenal? Este es el significado de la interpretación que nuestros Sabios dieron al texto de este mandamiento: “No tendrás otros dioses delante de Mí” – puesto que Yo existo. En el mismo sentido dijeron que debemos leer el versículo 16, del capítulo 32 de Shemot (“jarut al halujot” = grabado sobre las tablas), como si estuviera escrito: “jerut al halujot” = libertad sobre las tablas, es decir libertad del dolor, de la muerte y de la tiranía.
Tomado de: “Reflexiones sobre la Parasha”, Prof. Nejama Leibovitz, publicado por el Departamento de Educación y Cultura Religiosa para la Diáspora de la Organización Sionista Mundial, Jerusalén, 1986 págs. 116-120.