Eliahu no encontrará la vida auténtica en los grandes eventos ni en la soledad del desierto sino en la casa de una mujer viuda, una madre soltera. Allí verá las dificultades, la fe y la generosidad de las personas simples.
La revelación de Eliahu a Ajab se extendió por poco tiempo pero fue desastrosa. El profeta proclama ante el rey su designación Divina para el cargo de custodio de las llaves del rocío y la lluvia, desapareció y dejó una tierra seca. No hay rocío ni lluvia en la tierra si no es por la palabra de Eliahu el Tishbí. Pero a no preocuparse. El profeta se esconde y sobrevive fácilmente: agua por vía natural, pan y carne a la mañana y a la noche-mucho más de lo que tiene la mayoría de los ciudadanos cuyas vidas están en poder de Eliahu..
Pero la resiliencia no es para siempre. “Pero aconteció, que andando el tiempo, se secó el torrente, por no haber habido lluvia en el país” (versículo 7) y el profeta que se oculta debido a la ira del rey de Israel y que necesita alimento y agua como cualquier persona, se ve forzado a buscar refugio y sustento en otro sitio. Es enviado al extermo noroeste, a Tzarfat en Sidón, y allí encuentra la vida real: una mujer viuda, una madre soltera que ha pasado años juntando madera a fin de hornear lo poco que queda-una cuchara de harina y un poco de aceite. En una hora, la madre y su hijo habrán de comer la escasa comida-su última comida. “Para que comamos, y después muramos” (Versículo 12), le dice la mujer con simpleza, como aquella que hace rato ha aceptado su destino y el de su hijo y no tiene idea quién es el extraño que se ha presentado ante ella.
A pedido suyo, la mujer le da de beber agua fresca, pero a su segundo pedido: “te ruego me traigas un bocado de pan en tu mano” (Versículo 11), ella, simplemente, no puede acceder. “Vive el Señor, tu Dios, que no tengo ni siquiera una torta” (versículo 12)-si es que queda algo, además de esa cuchara de harina y de ese poco de aceite. Como se recordará, el profeta, antes del decreto de la grave sequía, pronunció un juramento en nombre de Dios: “Vive el Señor, Dios de Israel, delante de quien yo sirvo” (versículo 1). Concretamente, con esas palabras le responde la mujer carenciada, representante fiel de la pobreza del pueblo, víctima del duro decreto.
¿Acaso el profeta percibió el pleno significado religioso y humano de los conceptos de la mujer? La respuesta es positiva. Él pone a prueba una vez más a la mujer y ella está a la altura de la misma, también en esta ocasión y le entrega en primer lugar “una torta pequeña” y luego prepara una para ella y su hijo. Ahora es el turno del profeta de jurar en nombre de Dios y marcar el anhelado giro: “Porque así dijo el Señor, Dios de Israel: La orza de harina no vendrá a menos, ni menguará la alcuza de aceite, hasta el día que el Señor diere lluvia sobre la tierra” (versículo 14).
Junto a la mujer viuda, le fueron reveladas a Eliahu algunas verdades de las personas simples, acerca de la generosidad de las mismas, de sus dificultades y de su fe. Estas verdades no fueron asimiladas por Eliahu en la casa del rey, ni en su soledad en el río Krit y en el desierto, no en el gran evento en el Monte Carmel, no en el encuentro con Dios en el Monte Joreb, no junto a Elishá, su fiel discípulo, y no al ascender en la carroza de fuego y los caballos de fuego en la tormenta del cielo.
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